miércoles, 28 de enero de 2015

Camino a la ciudad heroica de Kobane, por María Alvarez, brigadista de Convergencia Socialista en Kurdistán

Primera parte de los relatos de nuestra compañera brigadista, sobre su estadía en distintas localidades kurdas de Turquía y Rojava, en el norte de Siria. En este texto nos relata el cruce entre la aldea turca de Suruc y la ciudad heroica de Kobane, asediada por las bandas del ISIS y el ejército de Erdogan:  

Pasaron muchas cosas desde que llegué al Norte de Kurdistán hasta que por fin pude llegar a la ciudad heroica de Kobane, donde se lucha por el destino de la Revolución de Rojava -Kurdistán sirio, liberado desde 2012- y de la humanidad.

Había estado ayudando en los campos de refugiados/as en Cizre, Cinar y Suruc –Turquía- y visto la enorme movilización del pueblo Kurdo para garantizar la ayuda humanitaria, y presenciado choques y enfrentamientos de la gente con la policía y el ejército turco, desplegadas como tropas de ocupación en estas ciudades de mayoría kurda.

Hacía ya 6 días que esperaba poder cruzar, en forma clandestina, la frontera del sur de Turquía con el norte de Siria; el único camino posible para llegar a Kobane asediada por ISIS y -de facto- por las tropas de Erdogan. El 20 de diciembre dormí en la casa de un pariente de un militante que conocí en el depósito donde se reciben y distribuyen las donaciones. Allí encontré, gratamente, a Olack, una psicóloga de Urfa que habla español y que estuvo varias veces en Argentina.

Ella es voluntaria y si bien nació y se crío como kurda, no pertenece al Movimiento. Apoya en lo que puede y según sus propias palabras, “sacrificaba” 20 días de descanso para sumarse a la ayuda a las víctimas de la guerra. Ahí pude bañarme y lavarme la cabeza, además Olack me regaló un par de camisetas de lana, las más recomendadas para esta región en invierno.

El 21 de diciembre desayunamos verduras, quesos, aceitunas y panes. Pude prepararme un jarro grande de café y disfrutarlo con un buen cigarro que armó la compañera. El día se mostraba complaciente conmigo, tenía con quien charlar y me sentía satisfecha, preparada para afrontar el resto de la jornada.

Los ojos tristes de Slava

Estuve trabajando en el depósito hasta las 18. Allí, como siempre, Murat, Ramazon y Murie me dieron indicaciones, tratando de hacerme sentir cómoda y convidándome cigarrillos, té, “nescafé”, a la hora de almorzar me ofrecieron una mayor ración de la que comúnmente cualquier persona podría ingerir.

Al finalizar el día nos fuimos con Slava al Centro Cultural Amara. Ella tiene 24 años, es de Kobane pero estudiaba en la universidad de Alepo, de donde huyó cuando cayó bajo el control del Estado Islámico. Si bien pudo escapar fue testigo de ejecuciones. Eso es algo de lo que nunca habla, como tampoco de su familia.

Jamás la vi sonreír, tiene los ojos más tristes que haya visto en mi vida. Me trataba con cariño y pude intercambiar algunos diálogos gracias al traductor del Google. Un día la observé llorar en silencio y le acerqué el traductor, preguntándole si podía abrazarla, entonces sus ojos encendieron un destello de luz.

En su cara se dibujó una mueca parecida a una sonrisa y nos abrazamos fuertemente. Desde entonces comimos y trabajamos juntas, incluso cuando salimos a las aldeas, algo que no le gusta, me lo decía y discutía, hasta que terminaba subiéndose al camión sin dejar de refunfuñar.

¿Por qué ir a Kobane?

Ella tiene su carácter y lo demuestra, por eso se enojó mucho cuando le comenté que quería cruzar a Kobane. En inglés, kurdo y árabe repitió varias veces que yo estaba completamente loca, que no tenía idea de la guerra y que Daesh, como le dicen aquí a ISIS, me cortaría la cabeza.

En un momento me tomó de los hombros inquiriéndome ¿Por qué quería ir allá? No le bastó mi explicación de que había sido enviada como brigadista sanitaria y que podía ser útil allí, además de que como militante quería asistir a  quienes estaban combatiendo en el frente de batalla contra el fascismo.¡Siguió diciéndome que estaba loca y no me dirigió la palabra durante dos días!

Con ella salí a caminar por Suruc los primeros días de mi estadía y todas las tardes se quedaba un rato en Amara para acompañarme. Amara es un centro cultural municipal donde se hospedan periodistas y fotógrafos extranjeros que llegan para cruzar a la zona de guerra: voluntarios y voluntarias de otras ciudades, pero también viven pibes y pibas de Kobane.

Ellos y ellas se encargan de la limpieza, aunque todos ayudamos. Después de que Slava se fue esperé un rato para cenar y decidí acostarme temprano.

Al fin, el cruce

Antes de ir a la cama me conecté a Internet y cuando me estaba acomodando para dormir, creyendo que esa noche no pasaría, apareció la hermana de Doctor Kurdu, diciéndome que me prepare para cruzar “al lugar cercano”. 

Esta mujer de mediana edad, vestida siempre con atuendo típico de árabes y con apariencia de ama de casa es, en realidad, una profesora que nació, vivió y trabajaba en Kobane, y junto a otro compañero, responsable de coordinar el paso de un lado al otro de la frontera.

El cruce fue lo más parecido a lo que he visto en varias películas. Del Centro Cultural salimos dos, una fotógrafa sueca y yo; tres compañeros nos pasaron a buscar en una camioneta, dos que había visto antes. Serían más o menos las 21 cuando dejamos la ciudad rumbo a la aldea próxima a la frontera.

Apenas llegamos nos indicaron que teníamos que esperar junto a quienes hacen la vigilia por Kobane desde el inicio de los ataques, a escasos 300 metros del límite con Siria y a unos 200 del destacamento del ejército turco. Hacía mucho frío y con la sueca nos arrimamos a las fogatas. Los varones nos cedieron un lugar cerca del fuego donde estuvimos hasta cerca de la medianoche, cuando los mismos compañeros nos fueron a buscar para guiarnos hasta una mezquita.

Allí todo estaba preparado para esperar: colchonetas, frazadas, estufas y té caliente. Nos dijeron que si podíamos dormir; yo lo intenté, pero no pude. Había al menos unas veinte personas, la mayoría varones jóvenes… supuse que serían combatientes. Cada tanto venían a buscarlos y los llevaban en tandas de dos o cuatro.

Cuando habían pasado dos horas nos señalaron a la sueca y a mí. Afuera esperaba una combi chica con doce ocupantes. Partimos en dirección contraria al cruce con Kobane, hicimos media hora con las luces encendidas, hasta que el conductor las apagó y aminoró para transitar por un camino sinuoso y oscuro, llegando a una zona de sembradíos.

Frío, humedad, mucho barro y estrellas

Durante el trayecto miré todas las estrellas que mi campo visual podía alcanzar, porque era una noche sin luna. Hacia mucho frío y la humedad se sentía al respirar y en la piel; había llovido el día anterior y la tierra del campo estaba recién removida para una nueva siembra.

Estuvimos esperando detrás de unos árboles aproximadamente quince minutos o un poco más. No debíamos hablar ni hacer ruidos y teníamos que emprender la caminata unos detrás de otros, en fila. Cuando dieron la orden, me ubiqué detrás de la sueca, adelante iban los cuatro que iniciaron la marcha.

Con los dos primeros pasos sobre el suelo fangoso sentí la humedad del barro cubriendo mis borceguíes y ascendiendo por la botamanga del jean, hasta poco antes de la rodilla. Desde ese instante sólo pude concentrarme en cada paso, haciendo mucho esfuerzo para no trastabillar ni caer por el peso del barro, que me obligaba a levantar los pies y las piernas con una carga adicional de por lo menos 5 kilos.  

Fueron 150 metros muy largos y, por un instante, mis pensamientos retrocedieron a la adolescencia cuando corría carreras de resistencia, intentando rescatar de mi memoria el ritmo de respiración que debía sostener para aliviar el cansancio. Una vez que atravesamos este terreno tuvimos que caminar para llegar al primer alambrado que separaba Suruç con Kobane.

Estuvimos esperando unos minutos, en frente, atravesando un terreno de pastos cortos y suelo empedrado, un alambre con puntas y enrollado que se extendía a lo ancho y hasta donde se podía ver… había que caminar sin correr y pasar rápido.

Llegando a la fosa que construyó Erdogan

Dos cayeron enredados adelante mío, otros dos atrás. La sueca caminaba al lado y nos sosteníamos de la mano, ella quedó enganchada con las puntas de los alambres, pero nunca se soltó de mi mano. Sin pensarlo, con un fuerte tirón la ayudé a romper el pantalón de nylon -tipo jogging- para continuar cruzando.

Después corrimos agachadas hasta llegar a la fosa que ordenó cavar el presidente turco Erdogan para impedir que el pueblo kurdo cruce a combatir al ISIS. Una especie de zanjón, con poco agua, pero construido sobre tierra pedregosa, lo que facilitaba no tanto la bajada sino la subida. Una vez que salimos, quedaba todavía el segundo alambrado, que parecía más nuevo que el anterior y sin huecos para pasar.

Los dos compañeros que traían una tabla desde que bajamos de la combi, la tiraron sobre el alambrado como puente. Uno de ellos cayó hacia un costado al subi, debido al balanceo de la tabla sobre la espiral con puntas, enganchando sus piernas y un brazo.

Inmediatamente otro compañero sacó una tijera grande y cortó sus ropas. Después ayudaron a sostener la tabla desde los dos extremos, aunque igual continuaba inestable y no alcanzaba a formar una brecha para despejar los espirales de puntas que volvían a adoptar su forma original sobre la madera.

Pasaron dos y se enredaron, el tercero pasó bien y cuando llegó mi turno me enredé y caí lastimándome la mano; pero pude zafar desenganchándome el alambre de la pierna fácilmente. La tela del jean y el barro me ayudaron.

¡Llegamos!

¡Ya estábamos en Kobane! Caminamos veinte minutos en sentido contrario al que salimos y por el costado de la alambrada. Nos dimos cuenta que habíamos llegado por los montículos de formas fantasmagóricas que se divisaban sólo cuando estábamos a escasos metros. Eran montañas construidas con los escombros de lo que habían sido casas, edificios, autos, camiones, silos y troncos de árboles.

Después de andar medio a tientas entre los montículos producidos por las explosiones, divisamos una combi más chica que la anterior, donde entramos amontonados y amontonadas. En la medida en que íbamos avanzando -despacio y por un corredor entre los escombros y los pozos- nos fueron dejando en distintos lugares. La sueca y yo, que éramos las únicas mujeres, quedamos en un primer piso de un edificio semidestruido.

La compañera que nos abrió la puerta tardó en despertarse -sería las cinco de la mañana- nos acompañó hasta una habitación alumbrando con su linterna. Antes de entrar nos sacamos lo borceguíes y el pantalón. La camarada de YPJ -Unidades de Defensa de las Mujeres- nos alcanzó un par de jeans y tiró una colchoneta con frazadas para la sueca cerca de otras tres colchonetas donde dormían tres combatientes.

Con algunas señas me indicó que ocupara su cama en el piso, porque tenía que levantarse, le agradecí y me acosté tapándome con las dos frazadas. Estaba helada y sentía el frío desde la cabeza a los pies, pero la cama estaba calentita y no tardé en dormirme.

El ruido de las primeras bombas… 

Me despertó un fuerte bombazo que sonó cerca, mientras las compañeras y la fotógrafa seguían durmiendo. Miré la hora y eran las seis y media; ya a no pude dormir, pero me quedé al abrigo de las frazadas… después vinieron más explosiones, cuatro o cinco.

Entonces la misma compañera que nos abrió nos indicó que nos levantemos y abriguemos; lo mismo que hicieron las otras guerrilleras. No había tiempo para buscar nuestras cosas, la indicación fue salir rápido y lo hicimos. Quedaron en el edificio las mochilas, el pantalón roto de mi compañera de viaje y mis jeans embarrados.

En la calle nos esperaba otro compañero de las YPG  -Unidades de Defensa del Pueblo- junto a un fotógrafo belga que cruzó con nosotras. Nos guió hasta otra casa más en el centro de Kobane, cruzando varias calles con barricadas en cada cuadra, que más adelante se iban espaciando hasta llegar a las que estaban despejadas y sólo atravesadas por algún vehículo.

Llegamos a una zona con casas bajas, la mayoría íntegras o poco destruidas. Entramos en una donde dormían periodistas, entre los cuales estaba mi amigo Reber, un documentalista holandés que cinco días después y ya de regreso en  Suruc, sería levantado por la policía turca, detenido y golpeado duramente, por lo que posteriormente debió ser hospitalizado.

Era el 22 de diciembre. Desayunamos con ellos y fue la última vez que estuve con la sueca. Al rato me vinieron a buscar del hospital, a muy pocas cuadras del lugar en un edificio antiguo de tres pisos íntegro, salvo por los vidrios de las ventanas y puertas, que estaban totalmente rotos.

En el hospital de campaña

Allí solo usaban el subsuelo, con dos habitaciones grandes acondicionadas como salas de atención, cada una con tres camillas, una cocina con mechero de una sola hornalla y tres habitaciones más -dos dormitorios y el estar de los médicos- yo compartí el dormitorio con Zozan y Fatma, dos enfermeras.

Cuando llegué terminaban de suturar una herida grave de una compañera de YPJ. Mientras tanto sus camaradas, que esperaban impacientes con las armas al hombro, entraban y salían y los médicos hablaban entre sí y con ellos y ellas.

El jefe de los doctores es un hombre joven, de no más de 40 años. Desde el día que lo vi por primera vez nunca dejó de cargar su pistola, que sostiene con una correa ceñida a la espalda. Así atiende, come y duerme. Los médicos son ocho, dos enfermeras, dos enfermeros, una instrumentadota que cumple la misma función y dos compañeros que llevan registros, hacen de camilleros, enfermeros o farmacéuticos.

Además esta Linda, una vecina esposa de un trabajador que se sumó a la resistencia, quien ayuda y muchas veces prepara comidas en su casa para convidar en el hospital. Almorcé con los médicos, todos varones que hablan kurdo, árabe y alguno el turco. Me agradecieron en su idioma e hicieron preguntas acerca de qué es lo que se conoce en América sobre Kobane y la lucha del pueblo kurdo.

No habíamos terminado de comer cuando comenzaron a escucharse muy cerca nuevos bombardeos. Mucho más, tendiendo en cuenta que estaba acostumbrada a escucharlos desde una distancia mayor, en Suruc. Después de unos minutos sonaron ráfagas de artillería pesada; me dijeron que eran los Peshmergas, los kurdos de Irak enviado por el líder de esa región, Barzani.

La política de este aliado de los yankis, había quedado expuesta cuando la opinión pública vio como su ejército abandonaba al pueblo Yazidí, permitiendo que el ISIS cometiera un genocidio, mientras que las YPG-YPJ acudían en su defensa. La presión popular terminó obligándolo a mandar tropas para apoyar a Kobane. 

Como a las 18, ya entrada la noche, uno de los médicos de YPG me llevó a una casa donde guardaban reposo algunos heridos. En el camino nos cruzamos con una especie de compañía, cerca de veinte hombres y mujeres, que se dirigían al frente de batalla. ¡Él los saludo y les dijo a los gritos que yo era argentina, que venía de la tierra del Che Guevara!

En esa casa ayudé a curar a varios milicianos de las YPG, la mayoría con lesiones de importancia, pero que evolucionaron bastante bien. Mientras sacaba vendas y eventualmente puntos, desinfectaba y aplicaba antibióticos para volver a vendar, ellos cantaban y hacían chistes.

Al terminar me ofrecieron café turco, que se bebe sólo un sorbo en un pequeño posillo y se pasa en ronda, como el mate. Cené con ellos y después de escuchar nuevas canciones nos despedimos para volver al hospital… los volvería a ver dos días después.


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